Stanovnik participa de un encuentro en Roma Se desarrolla en Roma, el LXXXV Capítulo General Electivo de la Orden de Frailes Menores Capuchinos, bajo la intercesión de la Inmaculada Virgen María, de San Francisco y de Santa Clara. El lema que ilumina la reunión es: "Discite a me... et invenietis"… “Aprended de mi … y hallaréis” (Mt 11,29). El Arzobispo participará de las primeras jornadas del encuentro. El Capítulo General se inicia hoy y concluirá el día 16 de septiembre en el Colegio Internacional San Lorenzo de Brindis. Participan 188 capitulares en representación de todas las circunscripciones de la Orden, de todas partes del mundo: de Europa, Asia, Oceanía, África, América del Norte y América Latina. Monseñor Andrés, fui invitado especialmente a presidir la Misa de apertura. Compartimos el texto de su homilía: Homilía en la Misa de inauguración del Capítulo General de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos
Roma, 27 de agosto de 2018
Iniciamos hoy el Capítulo general ordinario, que “es el signo por excelencia y el instrumento de la unión y de la solidaridad de toda la Fraternidad” (C 124,1). Lo hacemos celebrando la Eucaristía “con gozo fraterno”, e inflamados por el amor a Cristo, a quien contemplamos en el anonadamiento de la encarnación y de la cruz, para asemejarnos más a Él (cf. C 2,2). Esta semejanza, a la que también podríamos nombrar como seguimiento o discipulado, se encuentra entre los principales temas que competen al Capítulo: “fidelidad a nuestras sanas tradiciones, a la renovación de nuestra forma de vida y al desarrollo de la actividad apostólica” (C 125,1), que consiste en concretar aquello que tan bellamente expresó el último CPO: “La búsqueda de la unión con Dios es el primer trabajo de los hermanos”, porque solamente desde esa fuente memoriosa de nuestra identidad, será significativa y profética nuestra cercanía a los pobres y nuestra actividad apostólica.
Nos hará mucho bien que, desde el inicio del Capítulo, recordemos cuál es el eje central en torno al cual se debe mover el corazón de los hermanos capitulares. Acabamos de señalar la orientación que nos dan las Constituciones, a las que me parece oportuno añadir esa breve inspiración de la Primera Regla, donde Francisco señala que el fin, para el cual se reúne el ministro con sus hermanos, es para “tratar de las cosas que pertenecen a Dios” (18,1). Y esas cosas no pueden ser otras que las que también incumben a los hombres, de lo contrario ¿qué sentido tendría tratar de las cosas que solo pertenecen a otro, aun cuando ese otro fuera Dios? Felizmente, por el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que conmovió hasta las lágrimas a Francisco de Asís, lo que es de Dios, por su libérrima voluntad es también nuestro.
Esas cosas que nos pertenecen a Dios y a nosotros, las encontramos en nuestra sana tradición, “iniciada por nuestros primeros hermanos, penetrados por el ardiente propósito de fidelidad a las intuiciones evangélicas de San Francisco” (C 5,1). Esas cosas las descubrimos y valoramos en las vidas ejemplares de nuestros hermanos beatos y santos, quienes nos estimulan a una permanente renovación de nuestra forma de vida. En realidad, “las cosas que pertenecen a Dios” son aquellas que inspiran a los hermanos para que vivan en el mundo la vida evangélica en verdad, sencillez y alegría” (C 147,2). ¿Cuáles son esas cosas? La respuesta es simple: “nuestra vida fraterna y menor”, que debe estar continuamente en un proceso de renovación, lo cual es posible solamente si el Señor nos concede la gracia de “hacer penitencia” (T, 1).
El riesgo que acecha constantemente la condición humana es la apropiación, esa especie de enclaustramiento que se niega a la apertura y al proceso de crecimiento. A un riesgo semejante está expuesta también nuestra forma de vida evangélica, cuando va perdiendo el entusiasmo de ir a contracorriente de un estilo cómodo y mundano. “La falta de fervor ¬¬–decía el beato Pablo VI–¬¬ es tanto más grave cuanto que viene de dentro” (1). Para evitar ese fatal repliegue, los hermanos, reunidos en Capítulo, consideran la renovación de la vida evangélica entre las principales “cosas que pertenecen a Dios”, conscientes de que esa forma de vida es gracia que el Señor concede y no un resultado del esfuerzo personal, ni un logro que se pueda constatar por la aplicación disciplinada de algún método.
Francisco de Asís y tantos otros hermanos beatos y santos de nuestra fraternidad capuchina, nos ofrecen el ideal de la forma de vida evangélica encarnado en el tiempo. ¡Cuánto bien nos hace a la renovación de nuestra vida fraterna y menor una beatificación o una canonización! ¡Cuán profundo es el gozo espiritual que experimentamos al recorrer esas vidas verdaderas, sencillas y alegres de nuestros hermanos! Todo en ellos está centrado en un ardiente amor a Nuestro Señor Jesucristo, pobre y humilde, y a la vez, todo en ellos es manifestación de ese ardiente amor en la caridad y misericordia con los pobres y los que sufren. Este es el espíritu evangélico que inspira al papa Francisco en la carta programática de su pontificado, cuando dice que “el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (2).
Me gusta mucho el comentario que hace nuestro hermano Raniero Cantalamessa (3) de aquella famosa frase que Dostoievski pone en boca de El Idiota: “El mundo se salvará por la belleza”. Y a renglón seguido, el famoso escritor se pregunta: ¿Qué belleza es esa que va a salvar al mundo? A lo que responde diciendo: “Solo hay un rostro en el mundo entero que es absolutamente hermoso: el rostro de Cristo. Pero la aparición de este ser infinitamente hermoso es, ciertamente, un milagro infinito”. Y nuestro hermano concluye así: “La belleza de Jesús es su misericordia, y es esta la que salvará al mundo. Así pues, no el amor de la belleza, sino la belleza del amor”. También nosotros podríamos decir que la misericordia salvará la Fraternidad Capuchina y justificará su presencia apostólica en la Iglesia y en el mundo.
San Buenaventura nos da una valiosa pauta para comprender mejor el don que significa emprender el itinerario “para tratar de las cosas que pertenecen a Dios”, o, dicho de otro modo, la gracia de entrar en la intimidad del discipulado de Jesús, el rostro de la misericordia del Padre, y la explica diciendo: “para que ese paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por esto, dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu Santo” (4). La tradición eremítica, que ha distinguido en sus orígenes la Reforma Capuchina y que luego fue cultivada con mucho fervor sobre todo por aquellos hermanos nuestros que no ejercían el ministerio sacerdotal. En la vida de muchos de ellos podemos observar esa perfecta armonía del tiempo dedicado a la contemplación y el tiempo durante el cual permanecían cercanos a los pobres. La autenticidad del tiempo dedicado a la vida eremítica se verifica con el tiempo transcurrido entre los pobres.
Benedicto XVI lo expresaba con su excepcional maestría: “Antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración” (5). Contemplación y misericordia es un binomio inseparable, testimoniado brillantemente por los hermanos en la historia de nuestra fraternidad. Con ese ánimo espiritual me adhiero al anhelo del Hermano Ministro General cuando dice: “Quisiera que nos sintiéramos unidos por el deseo de vivir con radicalidad evangélica nuestro estar en silencio y en oración y de esto sacar las fuerzas para ofrecernos con gratuidad y alegría a aquellos que encontramos” (6).
Un Capítulo de hermanos es un instrumento de gobierno de la Fraternidad. Un verdadero espacio orgánico donde se pone en ejercicio la autoridad superior de la Orden. El nivel de esa autoridad se mide y confirma en las “entrañas de misericordia”, en la “mirada compasiva” (cf. CtaM, 11), con las que el ministro ejerce el gobierno evangélico de la Fraternidad. Jamás hemos de cansarnos en revisar nuestro modo de animar la vida de los hermanos, sobre todo cuando contamos con un patrimonio espiritual tan rico y profundo sobre la compasión y la misericordia en nuestra tradición capuchina. La clave para la renovación de nuestra forma de vida tiene hoy en la Iglesia y en el mundo el nombre de “misericordia”. Esa misericordia que hemos experimentado cuando el Señor nos concedió, como en su momento a Francisco de Asís, dar comienzo a una vida de penitencia y ser conducidos luego en medio de los leprosos, para practicar con ellos la misericordia, no como un deber, sino como una deuda que jamás podremos saldar, dado que nosotros mismos hemos sido alcanzados nada menos que por la infinita misericordia del Padre. ¡Cuánto bien le haría al hermano que fuera elegido ministro de la fraternidad, a quien, luego de preguntársele si acepta el cargo, se lo invitara a “profesar” la primera parte de la Carta de Francisco a un ministro! Pero como esa profesión no figura en el protocolo, nada impide que la renueve frecuentemente.
El gozo fraterno que nos causa haber sido convocados por el amor de Cristo, nos impulsa a dar gracias fundamentalmente por dos motivos: primero, por haber sido llamados a esta forma de vida evangélica; y segundo, por habernos confiado, en cuanto Ministros de la Fraternidad, el ejercicio de la autoridad compasiva con nuestros hermanos, y junto con ellos, en medio de los hombres, especialmente con los más pobres y con nuestra hermana madre tierra. Nos encomendamos a la Virgen María, nuestra madre y abogada, suplicándole que nos alcance la gracia de tener el Espíritu del Señor y su santa operación, para ver con prontitud lo que conviene y ejecutarlo con seguridad en el espíritu de la misericordia, que es la virtud propia del buen ministro de los hermanos.
Martes, 28 de agosto de 2018
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